Alabar el «legado» del segundo gobierno de Michelle Bachelet revela connotación marmórea que confiere eternidad a lo obrado. Recuerda consignas más radicales, como la de «ni un paso atrás» o la de «cambios irreversibles». Así, ¿deberíamos resguardar la reforma agraria como un legado supremo (de la que todavía no entiendo qué beneficio produjo)? ¿Habría que volver a ella o intensificarla?
Es mejor pensar el legado como algo más sustancial. ¿Cómo quedó la democracia chilena después de estos cuatro años? Resulta que cuando cristaliza la nueva democracia, hace 28 años, el mundo convergía en torno a este modelo como universalismo deseable. Hoy este se encuentra harto vapuleado, entre otras razones porque al proceso democrático le es inherente una crisis que siempre aguarda en el siguiente recodo. Por ello es importante ver hacia dónde navegó conscientemente nuestro país, en la medida que un gobierno lo pueda determinar. Veámoslo en su relación con el mundo.
En política exterior hubo un sentido de Estado —o unidad nacional razonada— en lo esencial, sobre todo en aquello que dice relación con el «respeto a los tratados», doctrina primordial del país. Además, de esto he sido testigo. En lo que se refiere a la orientación hacia lo que nos hace posible como civilización, el primer gobierno del Presidente Piñera y el segundo de la Presidenta mantuvieron intacto el prestigio del país, que había vuelto a ser un activo en su posición ante el mundo. No fueron un factor de liderazgo en la región, único campo donde nuestra política exterior podría añadir a las cosas. Sin afectar al proceso nacional, por múltiples razones, comprensibles aunque sumisas, siguieron la tendencia apaciguadora ante los neopopulismos agresivos.
Solo el gradual desplome de la Venezuela de Chávez y Maduro, los cambios (pantanosos) en Brasil y (esperanzadores) en Argentina, y más recientemente en Ecuador, han permitido perfilar mejor la política chilena hacia la región y hacia el mundo, en medio de un vacío político en el continente. Con el 2011 y sus manifestaciones, un París 1968 chilensis, hubo tentaciones que por un momento parecían ineludibles por aproximarse a estas tendencias, seducción que después ha perdido fuerza pero cree esperar su turno.
La Presidenta no era inmune a ellas. Su personalidad política puede definirse en que el núcleo de su corazón está orientado hacia el sueño revolucionario, tal como ella lo vio en Alemania Oriental (comunista) o en la Cuba de los Castro. Jamás se ha apartado explícitamente del primero y con esta última e inútil gira a Cuba mostró un sentimiento profundo. Más decidora fue toda la escenificación de la entrevista con el anciano déspota fundador, Fidel, en 2009. Un par de días después, este le infirió un feroz zarpazo a la Presidenta que como chilenos no deberíamos perdonar ni olvidar.
Es un corazoncito escondido de la Presidenta. Su razón y una parte de peso de sus sentimientos enraízan profundamente en el modelo occidental. No por nada, me parece, ha sido una favorita de la Casa Blanca de Bush y Obama —la de Trump está inmersa en sí misma— y de acuerdo con muchos índices y consideraciones, Chile es una democracia vigorosa, no en último término porque en tres décadas se ha colocado en una posición de avance en la evolución económica y social, aunque todavía no pueda ser calificado como un país desarrollado. El haber mantenido esta dirección a pesar de las dudas y contradicciones de su segundo mandato es un mérito y un legado de la Presidenta.
Para sostener el curso ante un panorama mundial algo turbio, se requerirá, más que seguir la corriente, creer con intensidad en lo necesario de la meta. H
El Mercurio 30 de enero de 2018